¿Un día para el amor y la amistad; o, amor y amistad para cada día?
“Fuerte
es como la muerte el amor….Las muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo
ahogarán los ríos” (Cantares 8: 6 b- 7 a).
La Biblia no establece un solo día
para el amor y la amistad. La Biblia no cree en el amor y la amistad con cita
fija. ¿Por qué entonces, hemos establecido los humanos, un día para el amor y
la amistad? Cada uno dará su respuesta desde sus propios intereses; y, cada
respuesta es respetada. Sólo que, insistimos: “cada día, cada instante de
nuestra existencia, debemos vivirlo en amor y en amistad”. Alguien dijo por
allí, que sólo existe una religión verdadera: “El amor”. Efectivamente, Dios es
amor; y, Jesucristo, su Hijo unigénito, vino a enseñarnos el camino del amor.
El amor, más que un fin, es un camino; más que una palabra, es una actitud
constante en la vida: actitud que edifica, actitud que reúne, actitud que
perdona, actitud que da, actitud que reconstruye. Si nuestra actitud destruye,
separa, guarda rencor, y no colabora en la reconstrucción de vidas, es porque
no caminamos en amor.
Esta reflexión acerca del amor y de
la amistad es para todos los humanos. Si nos hemos desviado del camino del
amor, Dios nos da la oportunidad de volver nuevamente; si hemos confundido el
amor con una doctrina denominacionalista, es necesario transformar esa
confusión; si hemos confundido el amor con el simple placer, es necesario
reconocer que hemos pecado, y pedirle a Dios, obre en nuestra vida, transforme
nuestro ser y nos ayude a cultivar la pureza del amor.
A propósito del poder del amor, viene
a nuestra mente un extracto de la película “El
hechizo de Aquila”:
“Él, un guerrero, cabalgaba sobre un
caballo negro. Sus ojos eran serenos, su rostro era triste, su cabello era
dorado como la luz del sol, y su voz sólo se escuchaba después de largos
silencios.
Ella era diáfana como la luna, su
cabello era negro como la noche, y su voz era suave como la luz de las
estrellas.
Se amaban mucho. Su amor era hermoso.
Vivía en aquella tierra un hechicero
que manipulaba los poderes del mal. El hechicero la vio y se enamoró de ella.
Quiso tenerla para sí. Pero ella amaba al guerrero y se escondía de los ojos
del hechicero. Éste, enfurecido, lanzó un hechizo contra los amantes: “están condenados,
por el resto de sus días, a no tocarse nunca”. La mujer sería como la luna.
Sólo aparecería por la noche, una vez que se pusiera el sol. Durante el día,
sería un halcón cazador, con pico y garras de rapiña. El guerrero sería como el
sol. Sólo aparecería durante el día, una vez que amaneciera. Durante la noche,
sería un negro lobo cazador.
Así sucedió. Durante el día, el
guerrero cabalgaba su caballo negro, llevando en el hombro a su amada, bajo la
forma de un halcón. De vez en cuando, el halcón alzaba el vuelo, subía hasta
las alturas y, de repente, con un chillido estridente, se precipitaba como una
flecha para capturar alguna presa. Durante la noche, la mujer permanecía al
lado de su amado, el lobo negro, que se echaba a sus pies y le lamía las manos.
De vez en cuando, él se levantaba y entraba solo en el bosque oscuro, para
vivir su vida de lobo.
Pero había un breve momento encantado
en el que casi se tocaban. Al atardecer,
cuando la luz del día se mezclaba con la oscuridad de la noche, era el momento
mágico: el halcón volvía a ser su mujer y el guerrero se transformaba en lobo.
Al amanecer, cuando la oscuridad de la noche se mezclaba con la luz del día, el
lobo volvía a ser el guerrero y la mujer se transformaba en halcón. En ese
brevísimo instante, ambos se presentaban uno al otro como siempre habían sido,
y entonces veían, por un segundo, la belleza de su amor. Sus manos se extendían
queriendo tocarse; pero era imposible.
Antes de que sus manos se tocaran, la
metamorfosis concluía y las imágenes huían.
El guerrero amaba al halcón. Él sabía
que dentro del halcón vivía su amada de voz suave. Pero vivía hechizada,
adormecida. Lo único que tenía de ella era el ave muda, hundida en el silencio
de su misterio. El guerrero acariciaba sus plumas, pero un halcón no es una
mujer. El halcón no era su amada. La cargaba con la pequeña esperanza del
momento encantado y con la gran esperanza de que, un día, el hechizo se
rompiera.
La mujer amaba al lobo. Sabía que
dentro del lobo vivía el guerrero de ojos profundos que ella amaba. Pero vivía
hechizado, adormecido. Lo único que ella tenía de él eran los ojos hundidos en
el silencio de su olvido. La mujer acariciaba su pelaje negro, pero un lobo no
es un hombre. El lobo no era el guerrero que ella amaba. Ella lo acariciaba con
la esperanza del momento encantado y con la gran esperanza de que, un día, el
hechizo se rompiera.
El amor puede mucho. Es divino. Es
más poderoso que todos los hechizos. Y sucedió que, un día, después de una
lucha horrenda, el hechicero murió y el hechizo se rompió. El guerreo volvió a
ser el guerrero que siempre había sido, y también la mujer volvió a ser la
mujer que siempre había sido. Y las manos se pudieron tocar, todo fue alegría,
se casaron y vivieron felices.
Ningún hechizo maligno, por muy
poderoso que sea, es capaz de destruir el amor. Dice la Biblia: “las muchas
aguas, no podrán apagar el amor ni lo ahogarán los ríos”. En otras palabras:
“Los muchos hechizos del mal no podrán destruir el amor”. Porque Jesús, el AMOR
encarnado, venció a todos los hechizos en la cruz del calvario, exhibiéndolos
públicamente. Dios es AMOR, vino al mundo
en la persona de su Hijo Jesucristo, para dar a conocer, que su amor
busca a quienes se desviaron del camino, una vez que los encuentra, los trae de
vuelta a su redil; les hace ver que entre las tres virtudes principales para
heredar el reino de los cielos: “la fe, la esperanza y el amor”, la virtud
mayor y por excelencia “ES EL AMOR”. Amor que, más que un discurso, es una
actitud constante; más que un fin, es un camino.
¿En qué camino te encuentras? ¿En el
camino del amor? ¿O te has dejado llevar por los hechizos del mal, que aunque
parezcan placenteros, su fin es camino de muerte? ¿Cómo manifiestas el Amor a
Dios, a tu familia, a tu prójimo, y a ti mismo? La mejor forma de manifestar el
AMOR de Dios en nosotros, es: pensando siempre en Él, leyendo siempre de Él,
hablando siempre con Él, haciendo su voluntad “agradable y perfecta”, no
haciendo lo que Él no quiere que hagamos, y permaneciendo siempre con Él,
aunque las circunstancias no estén a nuestro favor. Si manifestamos el AMOR de
Dios, viviremos en armonía con la familia, con la iglesia, con el prójimo, con
nosotros mismos, y con toda la creación.